La pintura fue  una experiencia que se me abrió temprano,  en los primeros años de vida.  Dibujo/pinto desde que logré agarrar un lápiz y trazar una superficie.

Mis primeros siete años los viví con mis padres, hermanas y hermanos en casa de mi abuela Inés Délano, cantante y pintora que ejercía como profesora de canto y recibía a sus alumnos en la casa. La suya fue una influencia primera, con su manera de habitar su casa, donde era común que las frutas agrupadas en las fuentes fueran atractivos “bodegones”, siempre cambiantes, igual que los ramos de flores que recolectaba en su jardín o que encontraba en las calles. Las vocalizaciones y el canto, sus dibujos, sus pinturas y las de otros pintores -que habían sido profesores, o amigos suyos- colgadas en los muros, junto con algunos libros de pintura que miré entonces y volví a revisar más adelante, de los que recuerdo especialmente a Morandi y Gauguin; fueron parte de esta influencia inicial que recibí.

Tuve la suerte de que temprano se me abriera la experiencia de pintar y de que desde mi entorno no se me cerrara o limitara esa experiencia, sino todo lo contrario. Aquí no puedo dejar de agradecer que el colegio al que fui favoreciera esta apertura y mencionar lo cuidadosa que es la pedagogía waldorf en ese sentido. Trazar una superficie apareció temprano para mí como un juego, -pulsión natural que compartimos la humanidad entera-, y el placer de esa experiencia me entretiene y me sostiene aún.

El año 2000 comencé a pintar al óleo cuando me encontré con una pareja de pintores, padres de una amiga. Jorge Milósevic me hizo clases de pintura al óleo y fue un regalo en todo sentido. Él y Francisca Lira, también pintora fueron tremendamente generosos, me abrieron su casa, taller y su jardín donde pintábamos cuando el clima lo permitía. Atesoro la apertura que experimenté con el fenómeno del color. Yo estaba saliendo de la ensoñación propia de la niñez y de la fantasía de los primeros años de adolescente y todo ese tiempo había dibujado y pintado a partir de la imaginación y de mi universo interno. De pronto, con el ejercicio analítico de volcar mi atención a la observación de un modelo externo mi percepción visual despertó y aluciné viendo todo “con otros ojos”, reconociendo a mi alrededor la naturaleza interactiva del color -un mismo color de la paleta cambiando y comportándose diferente según los colores que lo acompañaran-; y comprendiendo al color desde la observación y la praxis como sutil elemento que pega todo y que permite que en un cuadro haya unidad.

Inmediatamente después de mi primer acercamiento a la pintura al óleo estudié artes visuales en la universidad de chile, donde los dos últimos años de la carrera tomé el taller de la especialidad de pintura que daba el artista Francisco Brugnoli, quien fomentaba “la deriva” de la experimentación y que cada estudiante desarrollara su trabajo de manera personal. También incorporaba la escritura como instrumento reflexivo: escribíamos después de hacer cada trabajo, que podía ser en medios y soportes diversos como escultura, textil, video, performance, y en mi caso se trataba de pinturas, con excepción de algunas fotografías. Esta aproximación a la propia práctica mediante la escritura, junto con el entusiasmo de Francisco como profesor son elementos que valoro de la experiencia que tuve como estudiante. Ahora reconozco el espacio del que gozaba la pintura dentro de esta escuela y que me permitió dedicarme a pintar sin necesidad de defender ni justificar lo que hacía.

La escritura, al igual que la pintura al óleo apareció en mi adolescencia. Escribí y escribo diarios desde entonces, por necesidad, para elaborar y orientarme. También en la adolescencia despertó en mí el interés por las fuerzas sutiles que nos conforman y atraviesan; por el campo energético humano, por la influencia que recibimos de los astros, por los símbolos presentes en el tarot y en los sueños. Comencé a registrar mis sueños por escrito en una libreta y esta es otra práctica que mantengo hasta hoy.

Los años de pre adolescencia y adolescencia atravesé una depresión silenciosa, que se extendió y agudizó hasta hacer crisis. Justo entorno a esta crisis -antes e inmediatamente después de ella- fue que me encontré con la pintura al óleo y me abrí al fenómeno del color, que creo fue una forma de encantarme definitivamente con la vida. Como paciente sentí decepción  del trato que recibí de los psiquiatras y constaté que el enfoque del sistema de salud occidental dominante -más dominante aún en esos años- no me hacía sentido. Supe que mi sanación no tendría lugar dentro de ese marco, materialista y paternalista.

A diferencia de la pintura, los temas relacionados con la energía y la psiquis, dormitaron en gran medida en mí y fueron despertando intermitentemente, como formas de conocerme y de sanar. Llegué cerca de mis 21 años donde Marcela Sainte- Marié (*psicóloga y terapeuta de medicina china) y pude vivenciar como paciente, -por primera vez siendo consciente-, el movimiento generado en mi campo energético durante las sesiones y sus efectos transformadores. Más adelante con Érika Pilar (*terapeuta y canalizadora) me inicié en Reiki y recibí de ella información y herramientas que me sirvieron para conocerme y cuidarme.

Pasaron varios años más hasta que después de convertirme en madre me decidí a explorar la sanación energética, cuando di con una formación en el sistema de sanación Adaba, desarrollado por Sofía Vera, médico, sanadora y canalizadora chilena. Paralelo a este curso -que duró dos años y en sí mismo fue una experiencia transformadora- retomé mi propia sanación, recurriendo como paciente a distintas terapeutas que trabajan con esta técnica. Sin proponérmelo, lo que partió con la urgencia de atender mis propias heridas, me llevó a encontrar recursos para acompañar los procesos de sanación de otras personas, que es algo que he comenzado a hacer desde fines del 2019.

Tanto con la pintura como con la terapia me gustaría compartir lo que a mí me ha servido y me sirve para vivir mejor.